Nada
es definitivo. Las cosas se extinguen con la misma naturalidad que son creadas.
De manera que, la existencia transcurre en un duelo permanente pero disimulado.
En realidad, la permanencia no es más
que una breve eternidad, una duración que tarde o temprano caduca. Fenecen las
galaxias y las estrellas que las regentan, así como también lo hacen todas las
manifestaciones de lo viviente. Incluso las prácticas vitales, productivas y
simbólicas más arraigadas llegan a su fin, siendo reemplazadas por otras no
menos finitas. Por ello, para el sujeto común, la relatividad cuántica no es
más que una revelación de la asimetría del tiempo, esa bestia indomable
gobernada por una causalidad indeterminada y caprichosa. Después de lo inevitable, cumplido el ciclo
ininteligible de la existencia, sólo queda la nostalgia (de lo que fue) o la
esperanza (de lo que vendrá).